Domingo, 28 de Abril del 2024
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RICARDO PALMA

Publicado el 07/02/14

Un siete de febrero de 1853 nació en Lima el escritor más importante del siglo XIX: Ricardo Palma y, según Washington Delgado, uno de los grandes forjadores de una literatura auténticamente peruana.

Cuando tan solo contaba con 15 años, escribía artículos en el Comercio y dirigía el periódico El Diablo. También incursionó en la historia, siendo Anales de la inquisición de Lima (1863) y Monteagudo y Sánchez Carrión (1877) sus obras más destacadas; y en la lingüística, en la cual defendió el uso del idioma hispanoamericano en el Diccionario de la Real Academia Española, a través de obras como Neologismos y americanismos (1896) y Papeletas lexicográficas (1903). Pero sobre todo fue un eximio creador literario, cultivando todos los géneros: El lírico, con libros como Poesía (1855), Pasionarias (1870), Verbos y gerundios (1877) y Filigranas (1902); el drama, con El hijo del sol (1849), La hermana del verdugo, 1851; La muerte o la libertad, 1851; y Rodil. Y en el narrativo, campo en el cual sobresalió nítidamente, al punto que creó una especie muy particular: la “tradición”, mezcla de cuento, crónica, historia, leyenda y artículo costumbrista.

Cierto sector de la crítica tildó a Ricardo Palma de tradicionalista, debido a que la mayoría de sus Tradiciones Peruanas (1872) se ubican espacialmente en la ciudad de Lima y temporalmente en la colonia. José Carlos Mariátegui se encargó de disipar semejante aberración, subrayando su postura liberal, masónica y anticlerical. En verdad si bien Palma recrea en su obra la Lima Virreynal, no es menos cierto que también se burla sutilmente de virreyes, arzobispos, santos u autoridades de diferentes instituciones.

En 1973 se publicó póstumamente Tradiciones en salsa verde. Cumplió una labor importante cuando se le encomendó la misión de reconstruir la Biblioteca nacional, saqueada por los chilenos durante la guerra del Pacífico. Ricardo Palma murió en Lima en 1919.

Al pie de la letra

El capitán Paiva era un indio cuzqueño, de casi gigantesca estatura. Distinguíase por lo hercúleo de su fuerza, por su bravura en el campo de batalla por su disciplina cuartelera y sobre todo por la pobreza de su meollo. Para con él las metáforas estuvieron siempre de más, y todo lo entendía ad pedem litteræ.

Era gran amigote de mi padre, y éste me contó que, cuando yo estaba en la edad del destete, el capitán Paiva, desempeñó conmigo en ocasiones el cargo de niñera. El robusto militar tenía pasión por acariciar mamones. Era hombre muy bueno. Tener fama de tal, suele ser una desdicha. Cuando se dice de un hombre: Fulano es muy bueno, todos traducen que ese Fulano es un posma, que no sirve para maldita de Dios la cosa, y que no inventó la pólvora, ni el gatillo para sacar muelas, ni el cri-cri.

Mi abuela decía: «la oración del Padre nuestro es muy buena, no puede ser mejor; pero no sirve para la consagración en la misa».

A varios de sus compañeros de armas he oído referir que el capitán Paiva, lanza en ristre, era un verdadero centauro. Valía él solo por un escuadrón.

En Junín ascendió a capitán; pero aunque concurrió después a otras muchas acciones de guerra, realizando en ellas proezas, el ascenso a la inmediata clase no llegaba. Sin embargo de quererlo y estimarlo en mucho, sus generales se resistían a elevarlo a la categoría de jefe.

Cadetes de su regimiento llegaron a coroneles. Paiva era el capitán eterno. Para él no había más allá de los tres galoncitos.

¡Y tan resignado y contento y cumplidor de su deber, y lanceados y pródigo de su sangre!

¿Por qué no ascendía Paiva? Por bruto, y porque de serlo se había conquistado reputación piramidal. Vamos a comprobarlo refiriendo, entre muchas historietas que de él se cuentan, lo poco que en la memoria conservamos.

Era en 1835 el general Salaverry jefe supremo de la nación peruana y entusiasta admirador de la bizarría de Paiva.

Cuando Salaverry ascendió a teniente, era ya Paiva capitán. Hablábanse tú por tú, y elevado aquel al mando de la República no consintió en que el lancero le diese ceremonioso tratamiento.

Paiva era su hombre de confianza para toda comisión de peligro. Salaverry estaba convencido de que su camarada se dejaría matar mil veces, antes que hacerse reo de una deslealtad o de una cobardía.

Una tarde llamó Salaverry a Paiva y le dijo:

-Mira, en tal parte es casi seguro que encontrarás a don Fulano y me lo traes preso; pero si por casualidad no lo encuentras allí, allana su casa. Tres horas más tarde regresó el capitán y dijo al jefe supremo:

-La orden queda cumplida en toda regla. No encontré a ese sujeto donde me dijiste; pero su casa la dejo tan llana como la palma de mi mano y se puede sembrar sal sobre el terreno. No hay pared en pie.

Al lancero se le había ordenado allanar la casa, y como él no entendía de dibujos ni de floreos lingüísticos, cumplió al pie de la letra.

Salaverry, para esconder la risa que le retozaba, volvió la espalda, murmurando:

-¡Pedazo de bruto!

Tenía Salaverry por asistente un soldado conocido por el apodo de Cuculí, regular rapista a cuya navaja fiaba su barba el general.

Cuculí era un mozo limeño, nacido en el mismo barrio y en el mismo año que don Felipe Santiago. Juntos habían mataperreado en la infancia y el presidente abrigaba por él fraternal cariño.

Cuculí era un tuno completo. No sabía leer, pero sabía hacer hablar a las cuerdas de una guitarra, bailar zamacueca, empinar el codo, acarretar los dados y darse de puñaladas con cualquierita que le disputase los favores de una pelandusca. Abusando del afecto de Salaverry, cometía barrabasada y media. Llegaban las quejas al presidente, y éste unas veces enviaba a su barberillo arrestado a un cuartel, o lo plantaba en cepo de ballesteros, o le arrimaba un pie de paliza.

-Mira, canalla -le dijo un día don Felipe,- de repente se me acaba la paciencia, se me calienta la chicha y te fusilo sin misericordia.

El asistente levantaba los hombros, como quien dice: «¿Y a mí qué me cuenta usted?», sufría el castigo, y rebelde a toda enmienda volvía a las andadas.

Gorda, muy gorda debió ser la queja que contra Cuculí le dieron una noche a Salaverry; porque dirigiéndose a Paiva, dijo:

-Llévate ahora mismo a este bribón al cuartel de Granaderos y fusílalo entre dos luces.

Media hora después regresaba el capitán, y decía a su general:

-Ya está cumplida la orden.

-¡Bien! -contestó lacónicamente el jefe supremo.

-¡Pobre muchacho! -continuó Paiva.- Lo fusilé en medio de dos faroles.

Para Salaverry, como para mis lectores, entre dos luces significaba al rayar el alba. Metáfora usual y corriente. Pero… ¿venirle con metaforitas a Paiva?

Salaverry, que no se había propuesto sino aterrorizar a su asistente y enviar la orden de indulto una hora antes de que rayase la aurora, volteó la espalda para disimular una lágrima, murmurando otra vez:

-¡Pedazo de bruto!

Desde este día quedó escarmentado Salaverry para no dar a Paiva encargo o comisión alguna. El hombre no entendía de acepción figurada en la frase. Había que ponerle los puntos sobre las íes.

Pocos días antes de la batalla de Socabaya, hallábase un batallón del ejército de Salaverry acantonado en Chacllapampa. Una compañía boliviana, desplegada en guerrilla, se presentó sobre una pequeña eminencia; y aunque sin ocasionar daño con sus disparos de fusil, provocaba a los salaverrinos. El general llegó con su escolta a Chacllapampa, descubrió con auxilio del anteojo una división enemiga a diez cuadras de los guerrilleros; y como las balas de éstos no alcanzaban ni con mucho al campamento, resolvió dejar que siguiesen gastando pólvora, dictando medidas para el caso en que el enemigo, acortando distancia, se resolviera a formalizar combate.

-Dame unos cuantos lanceros -dijo el capitán Paiva- y te ofrezco traerte un boliviano a la grupa de mi caballo.

-No es preciso -le contestó don Felipe.

-Pues, hombre, van a creer esos cangrejos que nos han metido el resuello y que les tenemos miedo.

Y sobre este tema siguió Paiva majadeando, y majadereó tanto que, fastidiado Salaverry, le dijo:

-Déjame en paz. Haz lo que quieras. Anda y hazte matar.

Paiva escogió diez lanceros de la escolta; cargó reciamente sobre la guerrilla, que contestó con nutrido fuego de fusilería; la desconcertó y dispersó por completo, e inclinándose el capitán sobre su costado derecho, cogió del cuello a un oficial enemigo, lo desarmó y lo puso a la grupa de su caballo.

Entonces emprendió el regreso al campamento: tres lanceros habían muerto en esa heroica embestida y los restantes volvieron heridos.

Al avistarse con Salaverry gritó Paiva:

-Manda tocar diana. ¡Viva el Perú!

Y cayó del caballo para no levantarse jamás. Tenía dos balazos en el pecho y uno en el vientre.

Salaverry le había dicho: «Anda, hazte matar»; y decir esto a quien todo lo entendía al pie de la letra, era condenarlo al muerte.

Yo no lo afirmo; pero sospecho que Salaverry, al separarse del cadáver, murmuró conmovido:

-¡Valiente bruto!

El obispo Chicheñó

Lima, como todos los pueblos de la tierra, ha tenido (y tiene) un gran surtido de tipos extravagantes, locos mansos y cándidos. A esta categoría pertenecieron, en los tiempos de la República, Bernardito, Basilio Yegua, Manongo Moñón, Bofetada del Diablo, Saldamando, Cogoy, el Príncipe, Adefesios en misa de una, Felipe la Cochina, y pongo punto por no hacer interminable la nomenclatura.

Por los años de 1780 comía pan en esta ciudad de los reyes un bendito de Dios, a quien pusieron en la pila bautismal el nombre de Ramón. Era éste un pobreto de solemnidad, mantenido por la caridad pública, y el hazmerreir de muchachos y gente ociosa. Hombre de pocas palabras, pues para complemento de desdicha era tartamudo, a todo contestaba con un sí, señor, que al pasar por su desdentada boca se convertía en chí cheñó.

El pueblo llegó a olvidar que nuestro hombre se llamaba Ramoncito, y todo Lima lo conocía por Chicheñó, apodo que se ha generalizado después aplicándolo a las personas de carácter benévolo y complaciente que no tienen hiel para proferir una negativa rotunda. Diariamente, y aun tratándose de ministros de Estado, oímos decir en la conversación familiar: «¿Quién? ¿Fulano? ¡Si ese hombre no tiene calzones! Es un Chicheñó».

En el año que hemos apuntado llegaron a Lima, con procedencia directa de Barcelona, dos acaudalados comerciantes catalanes, trayendo un valioso cargamento. Consistía éste en sederías de Manila, paño de San Fernando, alhajas, casullas de lama y brocado, mantos para imágenes y lujosos paramentos de iglesia. Arrendaron un vasto almacén en la calle de Bodegones, adornando una de las vidrieras con pectorales y cruces de brillantes, cálices de oro con incrustaciones de piedras preciosas, anillos, arracadas y otras prendas de rubí, ópalos, zafiros, perlas y esmeraldas. Aquella vidriera fue pecadero de las limeñas y tenaz conflicto para el bolsillo de padres, maridos y galanes.

Ocho días llevaba de abierto el elegante almacén, cuando tres andaluces que vivían en Lima más pelados que ratas de colegio, idearon la manera de apropiarse parte de las alhajas, y para ello ocurrieron al originalísimo expediente que voy a referir.

Después de proveerse de un traje completo de obispo, vistieron con él a Ramoncito, y dos de ellos se plantaron sotana, solideo y sombrero de clérigo.

Acostumbraban los miembros de la Audiencia ir a las diez de la mañana a Palacio en coche de cuatro mulas, según lo dispuesto en una real pragmática.

El conde de Pozos-Dulces D. Melchor Ortiz Rojano era a la sazón primer regente de la Audiencia, y tenía por cochero a un negro, devoto del aguardiente, quien después de dejar a su amo en palacio, fue seducido por los andaluces, que le regalaron media pelucona a fin de que pusiese el carruaje a disposición de ellos.

Acababan de sonar las diez, hora de almuerzo para nuestros antepasados, y las calles próximas a la plaza Mayor estaban casi solitarias, pues los comerciantes cerraban las tiendas a las nueve y media, y seguidos de sus dependientes iban a almorzar en familia. El comercio se reabría a las once.

Los catalanes de Bodegones se hacían llevar con un criado el desayuno a la trastienda del almacén, e iban ya a sentarse a la mesa cuando un lujoso carruaje se detuvo a la puerta. Un paje de aristocrática librea que iba a la zaga del coche abrió la portezuela y bajó el estribo, descendiendo dos clérigos y tras ellos un obispo.

Penetraron los tres en el almacén. Los comerciantes se deshicieron en cortesías, basaron el anillo pastoral y pusieron junto al mostrador silla para su ilustrísima. Uno de los familiares tomó la palabra y dijo:

-Su señoría el señor obispo de Huamanga, de quien soy humilde capellán y secretario, necesita algunas alhajitas para decencia de su persona y de su santa iglesia catedral, y sabiendo que todo lo que ustedes han traído de España es de última moda, ha querido darles la preferencia.

Los comerciantes hicieron, como es de práctica, la apología de sus artículos, garantizando bajo palabra de honor que ellos no daban gato por liebre, y añadiendo que el señor obispo no tendría que arrepentirse por la distinción con que los honraba.

-En primer lugar -continuó el secretario- necesitamos un cáliz de todo lujo para las fiestas solemnes. Su señoría no se para en precios, que no es ningún roñoso.

-¿No es así, ilustrísimo señor?

– Chí, cheñó- contestó el obispo.

Los catalanes sacaron a lucir cálices de primoroso trabajo artístico. Tras los cálices vinieron cruces y pectorales de brillantes, cadena de oro, anillos, alhajas para la Virgen de no sé qué advocación y regalos para las monjitas de Huamanga. La factura subió a quince mil duros mal contados.

Cada prenda que escogían los familiares la enseñaban a su superior, preguntándole:

-¿Le gusta a su señoría ilustrísima?

-Chí, cheñó- contestaba el obispo.

-Pues al coche.

Y el pajecito cargaba con la alhaja, a la vez que uno de los catalanes apuntaba el precio en un papel.

Llegado el momento del pago, dijo el secretario:

-Iremos por las talegas al palacio arzobispal, que es donde está alojado su señoría, y él nos esperará aquí. Cuestión de quince minutos. ¿No le parece a su señoría ilustrísima?

-Chí, cheñó- respondió el obispo.

Quedando en rehenes tan caracterizado personaje, los comerciantes no tuvieron ni asomo de desconfianza, amén que aquellos no eran estos tiempos de bancos y papel-manteca en que quince mil duros no hacen peso en el bolsillo.

Marchados los familiares, pensaron los comerciantes en el desayuno, y acaso por llenar fórmula de etiqueta dijo uno de ellos:

-¿Nos hará su señoría ilustrísima el honor de acompañarnos a almorzar?

-Chí, cheñó.

Los catalanes enviaron a las volandas al fámulo por algunos platos extraordinarios, y sacaron sus dos mejores botellas de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia, que no sólo les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas, sino que les aseguraba algunos centenares de indulgencias valederas en el otro mundo.

Sentáronse a almorzar, y no los dejó de parecer chocante que el obispo no echase su bendición al pan, ni rezase siquiera en latín, ni por más que ellos se esforzaron en hacerlo conversar, pudieron arrancarle otras palabras que chí, cheñó.

El obispo tragó como un Heliogábalo.

Y entretanto pasaron dos horas, y los familiares con las quince talegas no daban acuerdo de sus personas.

-Para una cuadra que distamos de aquí al palacio arzobispal, es ya mucha la tardanza -dijo, al fin, amoscado uno de los comerciantes. -¡Ni que hubieran ido a Roma por bulas! ¿Le parece a su señoría que vaya a buscar a sus familiares?

-Chí, cheñó.

Y calándose el sombrero, salió el catalán desempedrando la calle.

En el palacio arzobispal supo que allí no había huésped mitrado, y que el obispo de Huamanga estaba muy tranquilo en su diócesis cuidando de su rebaño.

El hombre echó a correr vociferando como un loco, alborotóse la calle de Bodegones, el almacén se llenó de curiosos para quienes Ramoncito era antiguo conocido, descubrióse el pastel, y por vía de anticipo mientras llegaban los alguaciles, la emprendieron los catalanes a mojicones con el obispo de pega.

De eno es añadir que Chicheñó fue a chirona; pero reconocido por tonto de capirote, la justicia lo puso pronto en la calle.

En cuanto a los ladrones, hasta hoy (y ya hace un siglo), que yo sepa, no se ha tenido de ellos noticia.



One response to “RICARDO PALMA”

  1. elizabeth C.M says:

    excelente sirve de ayuda aquellos que les gusta la lectura…

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