Más allá de la fe, viajar a pie puede ser una búsqueda profunda de identidad, silencio interior y conexión con el mundo
Lima, 17 de Noviembre del 2025.- Caminar largas distancias, dormir en lugares desconocidos y convivir con extraños puede parecer una aventura o incluso un reto físico, pero para muchos es una forma de reiniciar la vida. En los últimos años, miles de personas han recorrido rutas como el Camino de Santiago o la Vía Francígena sin motivos religiosos. Lo hacen para desprenderse del ruido cotidiano, para buscar propósito o simplemente para sentir que pertenecen al mundo. En una sociedad hiperconectada, donde todo se mide en productividad, detenerse y caminar sin destino fijo se vuelve un acto de resistencia. Es curioso cómo algo tan simple puede generar un cambio tan profundo. Tal como ocurre en experiencias digitales o de juego que estimulan la atención —como jugabet-app.cl, donde la emoción está en el proceso más que en el resultado—, en el peregrinaje el valor no está en llegar, sino en caminar.
El peregrino del siglo XXI no siempre lleva una cruz, sino una mochila ligera y una mente abierta. Muchos son profesionales cansados de la rutina, jóvenes en búsqueda de sentido o personas que atraviesan transiciones vitales. En España, por ejemplo, más del 40 % de los caminantes del Camino de Santiago declaran hacerlo por motivos culturales o personales, no religiosos. La espiritualidad contemporánea se expresa en silencio, observación y contacto con la naturaleza. Al recorrer kilómetros bajo el sol o la lluvia, uno empieza a escuchar su respiración y entender que el cuerpo también puede ser una brújula interior. Este tipo de peregrinaje no busca templos, sino claridad mental.
En cada paso se revela una lección: el cuerpo se convierte en un espejo del estado mental. Caminar durante horas obliga a enfrentar el cansancio, la incomodidad y los pensamientos recurrentes. Sin distracciones, la mente comienza a ordenarse. Muchos peregrinos describen cómo, después de días de marcha, los problemas cotidianos se vuelven insignificantes. Un ejemplo es Laura, una mujer chilena que recorrió la ruta de Kumano Kodo en Japón. Sin creer en ninguna religión, descubrió que su respiración y su ritmo corporal eran formas de oración. El movimiento se convierte en meditación, y el dolor físico, en humildad.
Uno de los mayores descubrimientos del peregrinaje sin religión es el silencio. En la vida moderna, el ruido constante —de dispositivos, pensamientos, obligaciones— nos aleja del presente. Durante el camino, el silencio se vuelve un maestro paciente. Muchos caminantes relatan que, al principio, les resulta incómodo, pero con el tiempo aprenden a escucharlo. En ese vacío se revelan emociones y recuerdos olvidados. El peregrinaje enseña a convivir con uno mismo, sin máscaras. No hay nadie a quien impresionar, solo el sonido del viento y los pasos sobre la tierra.
Para quien no sigue una religión, el paisaje se convierte en una especie de templo viviente. Los árboles, los ríos y las montañas acompañan como testigos silenciosos de la transformación interior. En el Camino del Inca, en Perú, muchos viajeros afirman que la conexión con la naturaleza les dio una sensación de reverencia que no habían encontrado en ningún edificio religioso. Esa comunión con el entorno enseña humildad y gratitud. Caminar bajo la lluvia o dormir al aire libre recuerda lo esencial: el cuerpo humano, por más civilizado que sea, sigue siendo parte de la Tierra.
Aunque el peregrinaje parece una experiencia solitaria, está lleno de encuentros significativos. Compartir comida, agua o una conversación con desconocidos crea lazos inesperados. La hospitalidad de los lugareños, las historias contadas al anochecer o los silencios compartidos entre caminantes se convierten en experiencias de humanidad pura. Un ejemplo frecuente en el Camino Portugués es el de viajeros que terminan visitando juntos los mismos pueblos días después, reconociéndose con una sonrisa cómplice. Sin religión, el peregrino descubre otra forma de fe: la confianza en los demás.
El peregrinaje sin religión enseña a perder la noción del tiempo. Sin agendas ni horarios, los días se miden por el amanecer y el cansancio. Esa desaceleración permite reconectar con el ritmo natural del cuerpo y la mente. En un mundo dominado por la inmediatez, aprender a esperar se convierte en un acto revolucionario. Algunos peregrinos cuentan que, tras varias jornadas, su percepción del tiempo cambia: ya no hay prisa por llegar, solo el deseo de seguir caminando. El camino enseña que el presente, y no la meta, es lo único real.
Todo peregrinaje, religioso o no, atraviesa momentos de duda. Cuando el cuerpo duele y la mente se cansa, aparece la pregunta: ¿por qué sigo caminando? En esos instantes de fragilidad surge la posibilidad de una revelación. Es en la incomodidad donde se aprende a soltar expectativas. Marta, una viajera española, narró que durante una tormenta en el norte de Italia se sintió completamente perdida, pero al mirar el horizonte comprendió que lo importante no era llegar, sino aceptar el camino tal como era. Esa comprensión silenciosa fue su forma de iluminación.
Volver del peregrinaje sin religión es más que regresar a casa: es regresar a uno mismo. Las prioridades cambian, la mente se aquieta y las pequeñas cosas adquieren un nuevo valor. Muchos describen la sensación de libertad que persiste durante semanas o meses. No se trata de haber encontrado una verdad absoluta, sino de haber aprendido a vivir con preguntas abiertas. Caminar largas distancias enseña a confiar en el proceso y a reconocer que el sentido de la vida no está en los grandes discursos, sino en la experiencia vivida paso a paso.
El peregrinaje sin religión no busca redención, sino autenticidad. Es una práctica de humildad y atención, un recordatorio de que el movimiento externo puede reflejar un cambio interno. En cada paso se deja algo atrás: una preocupación, una expectativa, una parte del ego. Encontrar sentido en el camino es descubrir que no se necesita fe institucional para vivir una experiencia espiritual. Basta el deseo de comprenderse y la valentía de andar sin certezas. Al final, el verdadero destino no está al final del trayecto, sino en la conciencia que despierta mientras se camina.