Jueves, 28 de Marzo del 2024
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JOSÉ DIEZ CANSECO

Publicado el 08/10/19

José Diez Canseco nació en Lima el 6 de octubre de 1904. Se educo en el colegio de los “Padres Jesuitas”, el cual abandono antes de terminar sus estudios para iniciar su carrera literaria en Barranco, ciudad donde vivió varios años como empleado de una oficina de Cable

En 1929 logro viajar en el crucero de verano en un barco dela Armada, experiencia que lo puso en contacto con los hombres del mar. De este viaje nació su personaje “Gaviota”, hermoso relato costumbrista cuya publicación lo situó entre los más veraces escritores de su generación.

Este relato y el “Kilómetro 83”constituyeron, luego, la primera edición de “Estampas Mulatas”, enriquecidas después con una serie de nuevos cuentos entre los cuales figuran algunas piezas maestras como “El Trompo”. Con excepción de “El Gaviota”, ampliamente difundido por los volúmenes del “Primer Festival”, publicamos ahora el texto completo de su famosa obra.

A la caída de Leguía viajo a Europa, donde residió tres años. En diciembre de 1932 lo sorprendió en Paris la noticia que “La Prensade Buenos Aires” había premiado uno de sus cuentos entre 13.000 concursantes.

A su regreso de Europa participó vehemente en el periodismo y la política, acaso con perjuicio de su verdadera vocación novelística que probó en “Duque”, corrosiva y brillante critica de nuestra oligarquía.

Ya dominaba los elementos de una técnica simple, pero vigorosa, y planeaba sus verdaderas obras cuando, a mitad de su libro “El Mirador de los Ángeles”, la muerte lo sorprendió una mañana de verano de 1949.

EL TROMPO  

Sobre el cerro San Cristóbal la neblina había puesto una capota sucia que cubría la cruz de hierro. Una garúa de calabobos se cernía entre los árboles lavando las hojas, transformándose en un fango ligero y descendiendo hasta la tierra que acentuaba su color pardo. Las estatuas desnudas de la Alameda de los Descalzos se chorreaban con el barro formado por la lluvia y el polvo acumulado en cada escorzo. Un policía, cubierto con su capote azul de vueltas rojas, daba unos pasos aburridos entre las bancas desiertas, sin una sola pareja, dejando la estela fumosa de su cigarro. Al fondo, en el convento de los frailes franciscanos se estremecía la débil campanita como un son triste…

En esa tarde todo era opaco y silencioso. Los automóviles, los tranvías, las carretillas repartidoras de cervezas y sodas, los “colectivos”, se esfumaban en la niebla gris-azulada y todos los ruidos parecían lejanos. A veces surgía la estridencia característica de los neumáticos rodando sobre el asfalto húmedo y sonoro y surgía también solitario y escuálido, el silbido vagabundo del transeúnte invisible. Esta tarde se parecía a la tarde del vals sentimental y huachafo que, hace muchos años, cantaban los currutacos de las tiorbas:

¡La tarde era triste,
la nieve caía!…

Por la acera izquierda de la Alameda iba Chupitos, a su lado el cholo Feliciano Mayta. Chupitos era un zambito de diez años, con ojos vivísimos sombreados por largas pestañas y una jeta burlona que siempre fruncía con estrepitoso sorbo. Chupitos le llamaron desde que un día, hacía un año más o menos, sus amigos le encontraron en la puerta de la botica de San Lázaro pidiendo:

-¡Despáchabame esta receta!…

Uno de los ganchos, Glicerio Carmona, le preguntó:

-¿Quién está enfermo en tu casa?

-Nadies…Soy yo que me ha salido unos chupitos… Y con “Chupitos” quedó bautizado el mocoso que ahora iba con Feliciano, Glicerio, el bizco Nicasio, Faustino Zapata, pendencieros de la misma edad que vendían suertes o pregonaban crímenes, ávidamente leídos en los diarios que ofrecían. Cerraba la marcha Ricardo, el famoso Ricardo que, cada vez que entraba a un cafetín japonés a comprar un alfajor o un comeycalla, salía, nadie sabía cómo, con dulces o bizcochos para todos los feligreses de la tira:

-¡Pestaña que tiene uno, compadre!

Gran pestaña, famosa pestaña que un día le falló, desgraciadamente, como siempre falla, y que costó una noche íntegra en la comisaría de donde salió con el orgullo inmenso de quien tiene la experiencia carcelera que él sintetizaba en una frase aprendida de una crónica policial:

-Yo soy un avesado en la senda del crimen…

El grupo iba en silencio. El día anterior, Chupitos había perdido su trompo, jugando a la “cocina” con Glicerio Carmona, ese juego infame y taimado, sin gallardía de destreza, sin arrogancia de fuerza. Un juego que consiste en ir empujando el trompo contrario hasta meterlo dentro de un círculo, en la “cocina”, en donde el perdidoso tiene que entregar el trompo cocinado a quien tuvo la habilidad rastrera de saberlo empujar.

No era ese un juego de hombres. Chupitos y los otros sabían bien que los trompos, como todo en la vida, deben pelearse a tajos y a quiñes, con el puñal franco de las púas sin la mujeril arteria del evangelio. El pleíto tenía siempre que ser definitivo, con un triunfador y un derrotado, sin prisionero posible para el orgullo de los mulatos palomillas.
Y, naturalmente, Chupitos andaba medio tibio por haber perdido su trompo. Le había costado veinte centavos y era de naranjo. Con esa ciencia sutil y maravillosa, que sólo poseen los iniciados, el muchacho había acicalado su trompo así como su padre acicalaba sus ajisecos y sus giros, sus cenizos y sus carmelos, todos esos gallos que eran su mayor y su más alto orgullo. Así como a los gallos se les corta la cresta para que el enemigo no pueda prenderse y patear a su antojo, así Chupitos le cortó la cabeza al trompo, una especie de perrilla que no servía para nada; lo fue puliendo, nivelando y dándole cera para hacerlo más resbaladizo y le cambió la innoble púa de garbanzo, una púa roma y cobarde, por la púa de clavo afilada y brillante como una de las navajas que su padre amarraba a las estacas de sus pollos peleadores.

Aquel trompo había sido su orgullo. Certero en la chuzada, Chupitos nunca quedó el último y, por consiguiente, jamás ordenó cocina, ese juego zafio de empellones. ¡Eso nunca! Con los trompos se juega a los quiñes, a rajar al chantado y sacarle hasta la contumelia que en, en lengua faraona, viene a ser algo así como la vida. ¡Cuántas veces su trompo, disparado con su fuerza infantil, había partido en dos al otro que enseñaba sus entrañas compactas de madera, la contumelia destrozada! Y cómo se ufanaba entonces de su hazaña con una media sonrisa pero sin permitirse jamás la risotada burlona que habría humillado al perdedor:

-Los hombres cuando ganan, ganan. Y ya está.

Nunca se permitió una burla. Apenas la burla presuntuosa que delataba el orgullo de su sabiduría en el juego y, como la cosa más natural del mundo, volver a chuzar para que otro trompo se chantase y rajarlo en dos con la infalibilidad de su certeza. Sólo que el día anterior, sin que él se lo pudiese explicar hasta este instante, cayó detrás de Carmona. ¡Cosas de la vida! Lo cierto es que tuvo que chantarse y el otro, sin poder disimular su codicia, ordenó rápidamente por las ganas que tenía de quedarse con el trompo hazañudo de Chupitos:

-¡Cocina!

Se atolondró la protesta del zambito:

-¡Yo no juego a la cocina! Si quieres a los quiñes…

La rebelión de Chupitos causó un estupor inenarrable en el grupo de los palomillas. ¿Desde cuándo un chantado se atrevía a discutir al prima? El gran Ricardo murmuró con la cabeza baja mientras enhuracaba su trompo:

-Tú sabes, Chupitos, que el que manda, manda, así es la ley…

Chupitos, claro está, ignoraba que la ley no es siempre la justicia y viendo la desaprobación de la tira de sus amigotes, no tuvo más remedio que arrojar su trompo al suelo y esperar, arrimado a la pared con la huaraca enrollada en la mano, que hicieran con su juguete lo que les daba la gana ¡Ah, de fijo que le iban a quitar su trompo!… Todos aquellos compadres sabían lo suficiente para no quemarse ni errar un solo tiro y el arma de su orgullo iría a parar al fin en la cocina odiosa, en esa cocina que la avaricia y la cobardía de Glicerio Carmona había ordenado para apoderarse del trozo de naranjo torneado, en que el zambito fincaba su viril complacencia de su fuerza, Y, sin decirlo naturalmente, sin pronunciar las palabras en alta voz, Chupitos insultó espantosamente a Carmona pensando:

-¡Chontano tenía que ser!

Los golpes se fueron sucediendo y sucediendo hasta que, al fin, el grito de júbilo de Glicerio anunció el final del juego:

-¡Lo gané!

Sí, ya era suyo y no había poder humano que se lo arrebatase. Suyo, pero muy suyo, sin apelación posible, por la pericia mañosa de su juego. Y todos los amigos le envidiaban el trompo que Carmona mostraba en la mano exclamando:

-Ya no juego más…

II

¡Pero qué mala pata, Chupitos! Desde chiquito la cosa había sido de una pata espantosa. El día que nació, por ejemplo, en el Callejón de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, una vecina dejó sobre un trapo la plancha ardiente, encima de la tabla de planchar, y el trapo y la tabla se encendieron y el fuego se extendió por las paredes empapeladas con carátulas de revistas. Total: casi se quema el callejón. La madre tuvo que salir en brazos del marido y una hermana de éste alzó al chiquillo de la cuna. A poco, los padres tuvieron que entregarlo a una vecina para que lo lactara, no fuera que el susto de la madre se la pasara al muchacho. Luego fue creciendo en un ambiente “sumamente peleador”, como decía él, para explicar esa su pasión por las trompeaduras. ¿Que sucedía? Que su madre, zamba engreída, había salido un poco volantusa, según la severa y acaso exagerada opinión de la hermana del marido, porque volantusería era, al fin y al cabo, eso de demorarse dos horas en la plaza del mercado y llegar a la casa, a los dos cuartos del callejón humilde, toda sofocada y preguntando por el marido:

-¿Ya llegó Demetrio?

Hasta que un día se armó la de Dios es Cristo y mueran los moros y vivan los cristianos. Chupitos tenía siete años y se acordaba de todo. Sucedió que un día su mamá llegó con una oreja muy colorada y el revuelto pelo mal arreglado. El marido hizo la clásica pregunta:

-¿A dónde has estado?… La comida está fría y yo… ¡espera que te espera! A ver, vamos a ver…

Y, torpemente, sin poder urdir la mentira tan clásica como la pregunta, la zamba había respondido rabiosamente:

-¡Caramba! Ni que fuera una criminal…

Arguyó la impaciencia contenida del marido:

-Yo no digo que tú eres una criminal. Lo que quiero es saber adónde has estado. Nada más.
-En la esquina.
-¿En la esquina? ¿Y qué hacías en la esquina?
-Estaba con Juana Rosa…

Y dando una media vuelta que hizo revolar la falda, se fue a avivar los tizones y recalentar la carapulcra. La comida fue en silencio. Chupitos no se atrevía a levantar las narices del plato y el padre apuraba, uno tras otro, largos vasos de vino. Al terminar, el zambo se lió la bufanda al cuello, se terció la gorra sobre una oreja, y, encendiendo un cigarrillo, salió dando un portazo.

La mujer no dijo ni chus ni mus. Vio salir al marido y adivinó a dónde iba: ¡A hablar con Juana Rosa! Y entonces, sin reflexionar en la locura que iba a cometer, se envolvió en el pañolón, ató en una frazada unas cuantas ropas y salió también de estampida dejando al pobre Chupitos que, de puro susto, se tragaba unas lágrimas que le desbordaban los ojazos ingenuos sin saber el porqué. A medianoche regresó el marido con toda la ira del engaño avivada por el alcohol; abrió la puerta de una patada y rabió la llamada:

-¡Aurora!

Le respondió el llanto del hijo:

-Se fue, papacito…

El zambo entonces guardó con lentitud el objeto de peligro que le brillaba en la mano y murmuró con voz opaco:

-Ah, se fue, ¿no?… Si tenía la conciencia más negra que su cara… ¡Con Juana Rosa!…¡Yo le voy a dar Juana Rosa!…

Su hermana había tenido razón: Aurora fue siempre una volantusa… No había nada qué hacer. Es decir, sí, sí había qué hacer: romperle la cara, marcarla duro y hondo para que se acordara siempre de su tamaña ofensa. Allá, en la esquina, se lo habían contado todo y ya sabía lo que mejor hubiese ignorado siempre: esa oreja enrojecida, ese pelo revuelto, era el resultado de la rabia del amante que la zamaqueó rudamente por sabe Dios, o el diablo, qué discusión sin verguenza… Ah, no sólo había habido engaño sino que, además, había otro hombre que también se creía con derecho de asentarle la mano… No, eso no: los dos tenían que saber quién era Demetrio Velásquez… ¡Claro que lo iban a saber!

Y lo supieron. Sólo que, después, Demetrio estuvo preso quince días por la paliza que propinó a los mendaces y quien, en buena cuenta pagó el pato el pobre Chupitos que se quedó si madre y con el padre preso, mal consolado por la hospitalidad de la tía, la hermana de Demetrio, que todo el día no hacía sino hablar de Aurora.

-Zamba más sinverguenza… ¡Jesús!

Cuando el padre volvió de la prisión el chiquillo le preguntó llorando:

-¿Y mi mamá?

El zambo arrugó sin piedad la frente:

-¡Se murió!… Y… ¡no llores!

El muchacho lo miró asombrado, sin entender, sin querer entender, con una pena y con un estupor que le dolían malamente en su alma huérfana. Luego se atrevió:

-¿De veras?

Tardó unos instantes el padre en responder. Luego, bajando la cabeza y apretándose las manos, murmuró sordamente:

-De veras. Mujeres con quiñes, como si fueran trompos… ¡Ni de vainas!

III

Fue la primera lección que aprendió Chupitos en su vida: mujeres con quiñes, como si fueran trompos, ¡ni de vainas! Luego los trompos tampoco debían tener quiñes. No, nada de lo que un hombre posee, mujer o trompo -juguetes- podía estar maculado por nadie ni por nada. Que si el hombre pone toda su complacencia y todo su orgullo en la compañera o en juego, nada ni nadie puede ganarle la mano. Así es la cosa y no puede ser de otra guisa. Esa es la dura ley de los hombres y la justicia dura de la vida.

Y no lo olvidó nunca. Tres años pasaron desde que el muchacho se quedara sin madre y, en esos tres años, sin más compañía que el padre, se fue haciendo hombre, es decir, fue aprendiendo a luchar solo, a enfrentarse a sus propios conflictos, a resolverlos sin ayuda de nadie, sólo por la sutileza de su ingenio criollo o por la pujanza viril de sus puños palomillas, En las tientas de gallos, mientras sostenía al chuzo desplumado que servía de señuelo a los gallos que su padre adiestraba, aprendió ese arte peligroso de saber pelear, de agredir sin peligro y de pegar siempre primero.

Ahora tenía que resolver la dura cuestión que le planteaba la codicia del cholo Carmona: ¡había perdido su trompo! Y aquella misma tarde de la derrota regresó a su casa para pedir a su padre después de la comida:

-Papá, regáleme treinta centavos, ¿quiere?
-¿Treinta centavos? Come tu ajiaco y cállate la boca.

El muchacho insistió levantando las cejas para exagerar su pena:

-Es que me ganaron mi trompo y tengo que comprarme otro.
-¿Y para qué te lo dejaste ganar?
-¿Y qué iba a hacer?

La lógica paterna:
-No dejártelo ganar…

Chupitos explicaba alzando más las cejas:

-Fue Carmona, papá, que mandó cocina y como tuve que chantarme… Déme los treinta chuyos, ¿Quiere?…

En la expresión y en la voz del muchacho el padre advirtió algo inusitado, una emoción que se mezclaba con la tristeza de una virilidad humillada y con la rabia apremiante de una venganza por cumplir. Y, casi sin pensarlo, se metió la mano en el bolsillo y sacó los tres reales pedidos:

-Cuidado con que te ganen otro.

El muchacho no respondió. Después de echar la cantidad inmensa de azúcar en la taza de té, bebió resoplando.

-¡Caray con el muchacho! ¡Te vas a sancochar el hocico! rezongó la tía.

El zambito, sin responder, bebía y bebía, resopló al terminar, se limpió los belfos con el dorso de la mano y salió corriendo:

-¿A dónde vas?
-¡A la chingana de la esquina!

Llegó acezando a la pulpería en donde el chino despachaba impasible a la luz amarilla del candil de kerosene:

-Oye, ¡Dame ese trompo!

Y señalaba uno, más chico que el anterior, también de naranjo, con su petulante cabecita y su vergonzante púa de garbanzo. Pagó veinte centavos y compró un pedazo de lija con qué pulir el arma que le recuperase al día siguiente el trompo que fue su orgullo y la envidia de toda la tira del barrio.

Por la mañana se levantó temprano y temprano fue al corral. Allí escogió un claro y comenzó toda la larga operación de transformar el pacífico juguete en un arma de combate. Le quitó la púa roma y con el serrucho más fino que su padre empleaba para cortar los espolones de sus gallos, le cortó la cabeza inútil. Luego con la lija, pulió el lomo y fue desbastando el contorno para hacerlo invulnerable. Dos horas estuvo afilando el clavo para hacer la púa de pelea, como las navajas de los gallos, y le robó un cabito de vela para encerarlo. Terminada la operación, enrolló el trompo con la huaraca, la fina cuerda bien manoseada, escupió una babita y lo lanzó con fuerza en el centro de la señal. Y al levantarlo, girando como una sedita, sin una sola vibración, vio con orgullo cómo la púa de clavo le hacía sangrar la palma rosada de su mano morena:

-¡Ya está! ¡Ahora va a ver ese cholo currupantioso!

IV

La tarde era triste,
la nieve caía!…

En Lima, gracias a Dios, no hay nieve que caiga ni caído nunca. Apenas esa garúa finita de calabobos, como dije al principio de este relato, chorreando su fanguito de las hojas de los árboles, morenizando el mármol de las estatuas que ornan la Alameda de los Descalzos. Allá iban los amigotes del barrio a chuzar esa partida en que Chupitos había puesto todo su orgullo y su angustiada esperanza:

-¿Se lo ganaré a Carmona?…

Al principio, cuando Mayta, por sugerencia del zambito, propuso la pelea de los trompos, el propio Chupitos opinó que en esa tarde, con tanta lluvia y tanto barro, no se podría jugar. Y como lo presumió, Carmona tuvo la mezquindad de burlarse:

-Lo que tienes es miedo de que te quite otro trompo.
-¿Yo miento? No seas…
-Entonces, ¿vamos?
-Al tirito.

Y fueron al camino que conduce a la Pampa de Amancaes que todavía tiene, felizmente, tierra que juegan los palomillas. Carmona se apresuró a escupir la babita alrededor de la cual todos formaron un círculo. Mayta disparó primero, luego Ricardo, después Faustino Zapata. Carmona midió la distancia con la piola, adelantó el pie derecho, enhuaracó con calma y disparó. Sólo que fue carrera de caballo y parada de borrico, porque cayó el último.

Chupitos disparó a su vez, inexplicablemente para él, su púa se hincó detrás de la marca de Ricardo quien resultó prima. Desgraciadamente, así, en público, el muchacho no pudo sugerirle que mandase la cocina con que habría recuperado su trompo y Ricardo mandó:

-¡Quiñes!

El trompo que ahora tenía Carmona, el trompo que antes había sido de Chupitos, se chantó ignominiosamente: ¡En sus manos jamás se habría chantado! Y allí estaba estúpido e inerte, esperando que las púas de los otros trompos se cebaran en su noble madera de naranjo. Y los golpes fueron llegando: Mayta le sacó una lonja y Faustino le hizo los quiñes de emparada. Hasta que al fin le llegó el turno a Chupitos. ¿Qué podría hacer?

¡Los trompos con quiñes, como la mujeres, ni de vainas!… Nunca sería el suyo ese trompo malamente estropeado ahora por la ley del juego que tanto se parece a la ley de la vida… Lenta, parsimoniosamente, Chupitos comenzó a enhuaracar su trompo para poner fin a esa vergüenza. Ajustó ahora la piola y pasó poo la púa el pulgar y el índice mojados en saliva; midió la distancia, alzó el bracito y disparó con toda su alma. Una sola exclamación admirativa se escuchó:

-¡Lo rajaste!

Chupitos ni siquiera miró el trompo rajado: se alzó de hombros y abandonando junto al viejo el trompo nuevo, se metió las manos en los bolsillos y dio la espalda a la tira murmurando:

-Ya lo sabía…

Y se fue. Los muchachos no se explicaban por qué los dos trompos allí, tirados, ni por qué se iba pegadito a la pared.

De pronto, se detuvo. Sus amigos que lo miraban marchar con la cabecita gacha, pensaron que iba a volver, pero Chupitos sacó del bolsillo el resto del clavo que les sirviera para hacer la segunda púa de combate y,arañando la pared, volvió a emprender su marcha hasta que se perdió, solo, triste e inútilmente vencedor tras la esquina esa en que, a la hora de la tertulia, tanto había ponderado al viejo trompo partido ahora por su mano.

 



One response to “JOSÉ DIEZ CANSECO”

  1. Juan says:

    El cuento El trompo lo has copiado con errores y omisiones. Y falta la frase final del cuento está ausente.

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