Viernes, 19 de Abril del 2024
turismo



Pauchi Sasaki: La chica que meditaba con un violín

Publicado el 27/02/16

Se llama Pauchi Sasaki y dice que su arte tiene un objetivo: lograr que quien escuche su música venga de un violín amplificado, de ruidos digitales o de un vestido  hecho de parlantes emprenda un viaje hacia el interior de sí mismo.  Para la artista peruana más importante de la música experimental, tocar su violín es como lanzar una piedra dentro de un pozo:  nunca se sabe qué seres despertarán en el fondo. 

Por Joseph Zárate

Fotos de Musuk Nolte

Una mañana de 2014, durante un concierto en el parque de la UC Berkeley, la policía de San Francisco creyó que Pauchi Sasaki era una fabricante de bombas. Ella acababa de terminar una maestría en música experimental en Mills College, una de las escuelas de arte más prestigiosas de Estados Unidos, donde había creado un instrumento musical: una especie de armadura futurista, hecha con noventa y seis parlantes pequeños, que liberaba ruidos generados por la fricción de un micrófono diminuto como una moneda. Esa mañana, Sasaki presentaría su invento en una performance con otros músicos y bailarines, pero cuando sacaba el vestido de su maleta, unos policías se le acercaron alarmados. «Creían que estaba construyendo una bomba. Cuando les expliqué que hago música, se rieron», recuerda la violinista, quien ha aprendido a tomar con humor esos malentendidos. La sospecha de esos policías se parece a la que solemos tener frente al arte que no entendemos: a veces no sabemos si se trata de la obra de un loco o un artista. Desde ese día, Sasaki ha pegado en su maleta una nota y una foto luciendo aquel vestido para que el oficial de migraciones no se alarme al examinar su equipaje por rayos X.

Es sábado por la noche, casi dos años después de aquel incidente, y en la azotea de un edificio abandonado del centro de Lima, Pauchi Sasaki lleva puesto el mismo vestido hecho de parlantes. Desde una esquina, la violinista de un 1.48 de estatura camina en cámara lenta. De su vestido, al que ha llamado The Speaker Dress, emana la voz de Gabriel García Márquez leyendo las primeras líneas de Cien Años de Soledad. Sasaki se abre paso entre el público —treinta personas a oscuras y en silencio—, mientras frota sus brazos, su cuello y su cara con un micrófono diminuto, que genera un sonido rasposo y seco, como de telas que se desgarran. Una luz proyecta sobre la pared una constelación de estrellas. Entonces ella toca su violín, apretando el arco contra las cuerdas, dejando que el sonido lento y oscuro de su instrumento resuene en las paredes y se expanda como un cuerpo a punto de estallar, pero no. No lo hace. Eso, dirá la violinista, no es música. Es arte hecho con sonidos.

3

 

Paula Cristina Sasaki Otani tiene treinta y cuatro años, el pelo negro lacio, un lunar al lado derecho de la nariz, la voz delgada y el cuerpo frágil. Si se la viera caminar por la calle, alguien podría confundirla con una adolescente que aún no termina la secundaria. Quizá no se nos ocurriría que esa «chinita» que viste de negro es «heredera del legado vanguardista del Perú», como la calificó The Wire, la revista de música de vanguardia más importante del mundo. Tampoco que es la única artista experimental del país que se ha presentado en el Tokio Experimental Festival, el Instituto Cervantes de Nueva York, el Art Bassel Miami Week, el MATE y el Teatro Municipal de Lima. Ni que ha tocado con Charly García, Pharmacon y Cocorosie. Ni que ha hecho música para más de veinte obras de teatro y danza, más de treinta cortos y diez películas. Ni que construye instrumentos que parecen sacados de la película Blade Runner o que ha inventado sus propias partituras: dibujos que parecen diagramas de circuitos o planos de ingeniero. Porque Pauchi Sasaki toca el violín, sí, pero su música no suena solo a eso, sino también a ecos de voces, gemidos amplificados, silbidos, submarinos en el fondo del mar, fricción de metales, transmisiones de radio interrumpidas, piedras arrastradas por un río, tormentas, vidrios que se rompen. Crear música, para la violinista, es una compleja labor de moldear el sonido en tiempo real, de experimentar con él, de intervenirlo y darle sentido.

La improvisación en aquella azotea abandonada, por ejemplo, era un adelanto de GAMA XIV, una nueva versión de un proyecto que busca explorar el fenómeno de la expansión en la naturaleza a través del sonido. Sasaki explica que los sonidos son frecuencias que al viajar por un espacio resuenan contra las paredes, las cosas, las personas. De igual modo, dice, el sonido resuena en los «espacios subjetivos» del ser humano. Esa es la razón por la que una melodía nos conmueve hasta las lagrimas o por que hay pacientes que reaccionan mejor a un tratamiento gracias a la música: algo se transforma dentro de nosotros cuando el sonido nos toca. Sasaki confiesa que su meta es que quien escuche su música —venga de un violín amplificado, de ruidos por computadora o un vestido hecho con parlantes— pueda emprender un viaje hacia el interior de sí mismo.

—No busco que digan: “¡Ay, qué lindo toca!” —me dijo Sasaki, días antes del concierto en el edificio abandonado—. Quiero despertar un monólogo interior en las personas. Lo que pasa es que a la mayoría no le gusta entrar en sí misma porque es denso. Y lo denso no siempre es bueno.

Por eso, cuando termina un espectáculo, la violinista sale a observar las reacciones en los rostros de la gente, aunque ha entendido que es imposible controlar las percepciones del público. En 2007, en una de sus improvisaciones, Sasaki tocó el violín en el baño de una tienda de ropa totalmente a oscuras, jugando con silbidos, gemidos, gritos y el sonido del agua cayendo de la ducha. Algunos salían maravillados y le agradecían. Otros huían molestos, espantados o llorando. «Yo estuve allí esa noche y me pareció alucinante. Era una oscuridad bonita», recuerda Juan Pablo Aragón, guitarrista de Piloto Copiloto y que ha tocado con la violinista. «Su música es como medicina», dice Jennifer Curtis, violinista clásica neoyorkina y colaboradora de Sasaki. «Tiene una onda entre japonesa y folclórica muy reconocible. Es bien loca también», dice Tavo Castillo, tecladista de Frágil y quien le regaló su primera pedalera de efectos. «Me gusta que tome riesgos y a veces haga cosas que no funcionan. Con Pauchi nunca sabes qué va a pasar», comenta Jaime Oliver, inventor de instrumentos y profesor de NYU. «Nadie va a silbar una melodía suya, nadie va a escuchar un hit, pero todo el mundo siempre paga por verla», dice Luis Alvarado, crítico musical y promotor de conciertos. «¡Estoy muy orgullosa de ella!— reconoce Giuliana Taddei, cantante pop y mejor amiga de la violinista desde el kínder—. Aunque, para ser honesta, a veces no entiendo su música».

4

Cada vez que necesita concentrarse para componer, Pauchi Sasaki se encierra en el baño de su casa para tocar el violín durante horas. Es un hábito que tiene desde los cinco años: en vez de aburrirse con los ejercicios que le dejaba su maestro de música, ella improvisaba en el baño más grande de su antigua casa, en San Isidro, para que nadie la interrumpiera. Durante esas tardes, ya no estaba obligada a seguir compás alguno (ella solía retrasarse en el tempo), y el sonido de su violín, amplificado por la acústica de las paredes, parecía adquirir otra sustancia: la de ecos que se expanden o tejidos que se rasgan. Para la mayoría, el baño es el lugar de la casa donde podemos ser inmunes al pudor: cantamos bajo la ducha, leemos en el inodoro, hacemos muecas frente al espejo, examinamos los defectos de nuestros cuerpos, nos desnudamos sin temor a que otro nos juzgue. Para Sasaki, el baño es también un escondite donde puede sumergirse en su lado más vulnerable y creativo. El violín es solo un medio, una puerta. Improvisar allí, dice, es una forma de meditación.

—Hay conciertos en que estoy así, como en trance, no pienso y no me acuerdo de nada al terminar, es como si no hubiera tocado. Desde chiquita he sido así.

Antes de conocer el violín, el instrumento favorito de Pauchi Sasaki era la flauta dulce. Desde los dos años, pasaba horas junto a la radio imitando las canciones que escuchaba. Hasta que un día, en casa de su madrina, oyó una melodía aguda y brillante que parecía jalarla del pecho y se puso a buscarla por toda la casa: eran sus primos tocando el violín.

Durante los últimos tres siglos, el violín ha sido célebre por adaptarse a casi todas las culturas musicales y ofrecer una gama emotiva similar a la de la voz humana. Es raro asociar, por ejemplo, el sonido de una flauta o un xilófono al soundtrack de una película trágica. El violín, en cambio, puede ser alegre (como en Las cuatro estaciones de Vivaldi), terrorífico (como el chillido escalofriante de Psicosis), romántico (como en los tangos de Gardel), introspectivo (como las partitas de Bach, el músico-matemático), o visceral (como los solos endemoniados de Paganini). Con el violín, entendería Sasaki años después, lograría comunicar cosas que con la flauta jamás podría.

Aquel día en casa de su tía, la futura artista le rogó a su madre que le comprara un violín. Pero tuvo que esperar seis meses para tener el suyo: Pauchi era tan pequeña que ninguno cabía en sus manos. Así que mandaron a hacer uno especial en Japón, el país de su mamá y sus abuelos.

Si bien era una niña que disfrutaba bailar lambada, trepar cerros, practicar nado sincronizado o jugar a peleas de kung fu con sus tres hermanas, Pauchi era la más apasionada por aquel instrumento de cuatro cuerdas. Mientras ellas solían aburrirse o esconderse bajo la cama cuando llegaba el maestro de violín, ella perfeccionaba su técnica tocando las sonatas de Bach, su ídolo musical. Cuando cumplió diez, la tercera de las hermanas Sasaki viajó a Tokio para tocar en un festival junto a otros cientos de niños que estudiaban con el método Suzuki, famoso por enseñar música del mismo modo en que aprendemos a hablar: de oído. Pauchi interpretó una pieza de Vivaldi, pero cuando vio a una niña de cuatro tocar el mismo tema con virtuosismo, se desilusionó al punto de dudar de su propio talento. Un día, preocupada, le dijo a su madre que jamás lograría mantener el tiempo de una canción. «¡Quizá tu música no tiene tiempo!», le dijo la señora Shoko. La lógica sencilla de su madre fue una revelación que años después la ayudaría a encontrar su propia estética.

6

—En música, la lentitud puede ser una herramienta —dice la violinista—. Cuando hablas lento, generas expectativa y el otro presta atención al mensaje. Las cosas importantes se dicen lentamente.

Pauchi Sasaki asegura que entiende bien esa cualidad del lenguaje porque antes de ser música profesional fue periodista. A fines de los noventa, vivió de cerca un atentado terrorista en la embajada de Japón. Cuando ocurrió la toma de rehenes, la señora Shoko trabajaba como traductora para un canal japonés y la casa de Pauchi, ubicada muy cerca de la embajada, se convirtió en un estudio de televisión improvisado. Después de vivir cuatro meses entre cables, cámaras y micrófonos, la chica que amaba leer tragedias griegas y escribir ensayos pensó: «Esto me gusta». Durante su adolescencia, Sasaki había dejado de tocar el violín con frecuencia, quizá pensando que jamás sería lo suficientemente buena. Pero cuando ingresó a la Universidad Católica en 1999, retomó el violín por una razón económica más que vocacional: quería ayudar a su papá con los gastos en fotocopias y pasajes. Pauchi era tan talentosa que pronto todas las bandas famosas de rock nacional y hasta Charly García la invitaron a tocar. También componía para piezas de teatro, danza y cortometrajes, mientras estudiaba violín andino y piano. Pero lo que más le fascinaba era improvisar en conciertos de música electrónica experimental: su violín, conectado a laptops, pedaleras de efectos, consolas y amplificadores, podía distorsionar su sonido y expandir su lenguaje. Desde esa época, cuando no amplifica su sonido, siente que le falta algo. «¡Es como si comiera la sopa sin sal!», ríe Pauchi. Esa fascinación hizo que, al terminar la universidad, ella decidiera dedicarse por completo a la música.

Por esos días de 2005, la violinista había renunciado a su empleo como webmaster en una radio y estaba de gira con un grupo de música ritual. Viajaba por algunas ciudades de Estados Unidos improvisando con su violín en sesiones de musicoterapia. Hasta que luego de la gira, débil y estresada, contrajo una enfermedad de la tiroides y se encerró medio año en la casa de playa de una amiga, en San Francisco. Durante esos días de soledad, decidió dejar de tocar para otros y hacer su propia música, presentando performances donde volcaría todo lo aprendido cada año. Mientras estudiaba violín judío, indio y chino, diseñó conciertos con la ayuda de otros músicos y artistas, siempre en lugares poco convencionales pero fascinantes por su acústica: una vieja galería del centro de Lima (Cuarto blanco), el baño de una tienda de ropa (El baño), una fábrica abandonada (El depósito), el subsuelo de una playa de estacionamiento (Playa Belén) o un bosque amazónico (Espacios y canales). Casi toda la música que compuso para esas y otras performances se reunió en los discos Yuyu (2007) —‘bebé’ en quechua— y KoPpu (2012) —‘vaso’ en japonés. Más que canciones, eran experimentos sonoros donde no solo improvisaba con su violín, sino también jugaba con las posibilidades expresivas del ruido.

7

La música experimental es muy psicológica, dice Sasaki, y a veces, con solo un violín o un piano, no puedes expresar todos los estados de la mente. ¿A qué suenan la duda, el éxtasis o el desconcierto? Por eso le obsesionan los sonidos que se sienten en el espacio, como esculturas que puedes tocar pero no ver. Colecciona sonidos de la realidad o de complejos softwares que luego mezcla, recorta, alarga, ralentiza, acelera y analiza al hacerlos resonar en diferentes ambientes: «Lo que para unos son solo ruidos, para mí son más colores en mi paleta». En su laptop tiene grabados, por ejemplo, los ronquidos del motor del viejo Corolla 96 que manejaba en San Francisco, el sonido de la lluvia y el viento en la selva de Iquitos, y el grito in crescendo de una multitud que baja de un cerro en la fiesta del Coylluriti, en Cusco. A veces, antes de sus improvisaciones, va a una tienda a comprar golosinas: el crujido de una hojuela de papa o el sonido que produce mascar un chicle pueden ser usados para hacer música. El ruido, eso que perturba el oído, es relativo. Para ella no existe un sonido equivocado.

—El ruido es una decisión que uno toma— dice la violinista.

Solo dos tipos de sonido alteran sus nervios: las alarmas de los celulares y los aplausos inoportunos durante una improvisación.

Los aplausos, dice, están vetados en sus conciertos porque «cortan el viaje».

Hay días en que Pauchi Sasaki se levanta y vuelve a escuchar una pieza que ha compuesto para analizarla y pensar cómo podría mejorarla. Entonces se recuesta en su cama boca arriba, cierra los ojos y se queda inmóvil, a veces durante horas. «Escucho con todo el cuerpo. Mi música tiene una vibración que me afecta». En casa, la chica que puede llorar con las canciones de The Jackson 5, suele poner Spotify y oír Buenavista Social Club mientras lava los platos. Música africana cuando cocina. Phillip Glass y Coltrane cuando conduce su auto. Nina Simone y Bomba Estéreo cuando toma una cerveza en casa con amigos. Y soundtracks de películas si quiere analizar sonidos que le despiertan curiosidad.

—A veces en casa me dicen: «Oye, ¿qué es ese ruido que estás escuchando?».

A pesar de su experimentación con el sonido, Pauchi Sasaki promete nunca dejar de tocar su violín: «Es como mi brazo». Durante su estadía en Mills College, la época en la que construía instrumentos futuristas, solía quedarse a dormir en una sala de ensayo, levantarse a las cinco de la mañana y caminar por los pasillos vacíos del edificio, improvisando con su instrumento. «¡Era como tocar en un baño gigante!», ríe Sasaki. Tocar el violín a solas le ayuda a «meterse en su rollo». Aunque a veces demasiada introspección le ha traído problemas.

1

 Hace unos años, Pauchi Sasaki le puso nombre a la versión más dramática de sí misma: Le Petit Piaf, por la artista francesa que cantaba letras desoladoras. «Antes, de cualquier problema hacía un drama», dice la violinista, cuya fecha de cumpleaños es la misma que la de Piaf: 19 de diciembre. En aquella época, durante sus veintes, Sasaki tenía semanas en que no salía de su casa, era más tímida y sufría de insomnio. También solía tomar ayahuasca. Ella recuerda que esa planta alucinógena, sagrada para los nativos amazónicos, afinaba su sensibilidad pero la volvía aun más introspectiva. «Era muy existencial y eso se reflejaba en mi música». La violinista tuvo que aprender a relajarse. Desde hace años asiste a una sesión de acupuntura cada dos semanas, solo fuma tres cigarros de tabaco orgánico al día y ha empezado a meditar con una app que tiene en el celular. Nomi Sasaki, artista de tinta china y productora de los conciertos de su hermana mayor, dice que trabajar con ella es fácil porque sabe lo que quiere, aunque a veces «puede llegar a niveles de estrés alucinantes». En 2012, durante la preparación de Muru, el espectáculo más ambicioso que ha dirigido hasta ahora y que llenó cuatro veces el Teatro Municipal, la violinista casi no comía. Llegó a pesar treinta y seis kilos: «Por eso siempre tengo un sánguche o una bolita de arroz en esos momentos. No quiero que caiga».

Debido a su físico, Pauchi Sasaki se considera alguien con poca energía. Cuando está en una producción grande, le pide a un amigo que cargue su violín. Antes de tocar no habla mucho y busca estar sola un rato. Respira profundamente para disminuir los latidos de su corazón. Se truena los tobillos y mueve su cuerpo lentamente como en una rutina de taichí. También toma una copita de vino para entrar en calor. «Mi técnica es como la de una actriz: necesito entrar en una especie de trance para expresar algo natural», dice Sasaki, quien a veces, debido al ajetreo de los preparativos, se da cuenta de que tiene las uñas demasiado largas para digitar su violín, y se las corta minutos antes de subir al escenario.

Con el tiempo la violinista dice que también aprendió a no tomarse tan en serio. A permitirse ser una chica que se equivoca, que se ríe de cosas banales, que puede pasar el día viendo películas de artes marciales, que de pronto se va a la playa con su novio, que intenta explorar otros matices emocionales. Con su amiga, la cineasta Melina León, está preparando un documental sobre la señora Shoko, su madre japonesa. Ella pinta, es vegana y vive con su segundo esposo en Ongoy, un pueblito en la sierra de Apurímac, rodeada de árboles de palta, hortalizas, un perro y un caballo llamado Sueño. «Es medio hippie mi mamá. ¡Tiene harta onda! Parece más joven que yo», ríe Pauchi. El tema del documental es la felicidad y se llamará Sho.

Sho es el nombre del kanji que le heredó su madre.

Es el ícono de un cuarto con una olla que hierve en su interior.

El vapor se eleva, traspasa las paredes y se expande.

Sho significa ascensión espiritual.

—Si realmente quiero hacer música acerca de las emociones humanas, necesito expandir mi paleta, buscar un poco más de luz. No todo puede ser denso y oscuro, ¿sabes?

Una de las noches en que la visité, días antes del concierto en el edificio abandonado, Pauchi Sasaki me habló de esa expansión. En el segundo piso de su casa, al lado de su piano vertical, se podían ver unos calendarios marcados, una pizarra acrílica con ejercicios de geometría, una mesita con frascos de vitaminas, el desarmador plano que siempre lleva en su cartera y una imagen de Guan Yin, diosa china de la compasión. Ella acababa de terminar sus aplicaciones a las becas de universidades en Estados Unidos, para llevar un doctorado en composición: cinco años de estudios en los que quiere «encerrarse y desaparecer», comenzar de cero en un lugar donde nadie la conoce, en donde nadie ha escuchado su música. Y quizá, luego de un tiempo, hacer una nueva performance o componer una pieza que mezcle la música sinfónica con la electrónica.

—Todo en la vida es one-shot-gun. No hay que tenerle terror al vacío ni a lo nuevo que puede surgir de ese vacío. Si solo te repites y te quedas en tu zona de confort y nunca quieres exponerte a sufrir, nunca creces. El mayor temor de los que logran «algo» es convertirse nuevamente en nada.

—¿Y no tienes miedo de eso? —le pregunté.

Pauchi sonrió y fumó lento su cigarrillo.

—No —me dijo—, porque yo soy nadie.

2

Estilismo: Karla Schwartzmann

Producción: Kathia Rosas

Make up: Osmar Rodríguez

Vestuario: Alessandra Petersen

FUENTE:

https://grupoas.com.pe/lifestyle/la-chica-que-meditaba-con-un-violin/?utm_source=Icommarketing&utm_medium=Email&utm_content=t25feb_boletin188_asiasur&utm_campaign=Icommarketing%20-%20Boletines%20-%20t25feb_boletin188_asiasur



Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *